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domingo, 8 de julio de 2012

Mollendo y su ambiente

Era un ambiente muy tranquilo y sujeto a sus obligaciones donde todos sus habitantes discurrían con satisfacción en sus quehaceres. Sus calles tenían un tráfico vehicular apropiado a la época, por eso era apacible y con transeúntes despreocupados e indolentes, porque estaban seguros de la tranquilidad callejera y hormigueaban en mayor cantidad por los jirones centrales, sobre todo por los alrededores del mercado y arterias comerciales.

A propósito debemos mencionar un hecho, si no trascendente, pero muy singular para ese tiempo, fue el primer automóvil que rodó por las principales calles de Mollendo. En el mes de octubre de 1915, don Adolfo Martinetti, distinguido ciudadano arequipeño importó un automóvil marca Ford de los Estados Unidos y lo recibió en Mollendo. Uno de los días del mes mencionado hizo rodar el auto por las calles Comercio y Arequipa, constituyendo la atención y admiración de casi toda la ciudadanía que se aglomeró siguiendo el trayecto de la exhibición.

Su comercio también estaba a tono con las exigencias de su público estable, pero indudablemente con la atención para requerir lo que el progreso industrial venía ofreciendo.

Como todas las ciudades pequeñas del mundo los vecinos formaban casi una sola familia. Todos o casi todos se conocían por sus nombres, por sus apellidos y aún más, por sus cariñosos apodos si es que los tenían y, que indudablemente, los nombraban fraternalmente; esto lo hacían sobre todo cuando se trataba de personajes deportivos o porque se les conocía por sus ocupaciones. Era frecuente denominarse por sus apodos cuando se encontraban diariamente por cualquier sitio o lugar del puerto, más aún en los días domingos o festivos.

La concurrencia masiva de los vecinos en general eran los domingos por la mañana dentro de los compartimientos del templo, a donde acudían para la misa y a escuchar el sermón del curita del pueblo, el “Tata”, como así se le llamaba paternalmente al curita Juan Bautista Arenas. Él, ya casi anciano pero con la verdadera misión apostólica y a gusto y cariño del pueblo, se propuso cambiar la estructura del templo desde sus cimientos que entonces era totalmente de madera; quizás temeroso por haber sido testigo de los grandes siniestros que azotaron muchas veces a la ciudad.

Con este gran ánimo recurría siempre con cariño y humildad a las limosnas dominicales de los mollendinos, quienes nunca se negaron a depositar sus generosos óbolos en la bolsa que el mismo curita ofrecía a feligrés por feligrés, y a las donaciones de las firmas comerciales que siempre fueron dadivosas, porque querían ver al templo como lo vemos ahora.

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